BIOETICA: La Enciclopedia de Bioética define a esta disciplina como el “estudio sistemático de la conducta humana en el campo de las ciencias biológicos y la atención de la salud, en la medida en que esta conducta se examine a la luz de valores y principios morales” (Reich:1978). En la actualidad, esta definición que data de la década del 70, resulta insuficiente dado que “bioética” es una palabra transversal a muchas disciplinas científicas: medicina, bioetecnología, ciencias biosanitarias, derecho, política, economía, filosofía, biología, psicología, antropología, sociología, bioquímica, estadística, bioingeniería, farmacia y ética, entre otros campos de acción donde se entrecruzan la conducta humana, la investigación con seres humanos y la atención clínica con reglas éticas y valores que servirán de reglas en esa sinergia.
Los informes de la Comisión Belmont en 1978 y un año despuès, la publicación del trabajo de los bioeticistas T. L. Beauchamp y J. F. Childress, influyeron radicalmente en el ejercicio de la medicina con la aplicación de los postulados acerca de los cuatro principios bioéticos: autonomía, no maleficencia, beneficencia y justicia, situación que está plenamente vigente hasta nuestros días. Brevemente, el respeto a la autonomía hace referencia a la necesidad de cada paciente actúe con conocimiento, intencionadamente y sin influencias externas a los fines de que sus elecciones sean verdaderamente producto de sus propias cosmovisiones en ejercicio de sus facultades de auto-gobierno; la no maleficencia impone la obligación sanitaria de evitar provocar daño intencionadamente hacia quien busca ayuda o auxilio para su salud; la beneficencia supone la obligación moral de actuar en beneficio de lxs pacientes y, finalmente, la justicia implica reglas en la distribución de los recursos y el acceso a los servicios para asegurar que las personas sean tratadas con igualdad.
La bioética -como disciplina social- implicó en sí misma un cambio de paradigma para los estudios que involucraban a la filosofía y la moral, en tanto recogió la necesidad de estudiar dilemas morales y problemas éticos de forma aplicada a conflictos o relaciones que encontraban en la salud un denominador común. Sin embargo, incluso la bioética principalista -una de las ramas más desarrolladas y con mayores adhesiones epistemológicas de esta disciplina- se presenta en la actualidad como un aparato teórico insuficiente para dar respuesta a muchos de los conflictos que se suscitan en el marco de la atención sanitaria y la investigación clínica, si omite incorporar una perspectiva de género, interdisciplinariedad, laicidad e interseccionalidad que tome en consideración que el sujeto del derecho a la salud - destinatario de las promesas liberales del Estado Moderno- y paciente promedio que es tomado como “medida” para las reglas que signan la libertad del consentimiento, la razón de las acciones beneficentes y los criterios de administración justa de los recursos finitos de la salud, no es ni de lejos un universal: y sólo existe -en una mínima expresión y con mucha fortuna- en contextos donde la escasez simbólica y material no se proyecta.
Se ha insistido desde un enfoque de género aplicado a la bioética que el orden sexual jerárquico propio del sistema patriarcal “resta fuerza a los principios universales, aumentando así la distancia entre los logros formales – reconocimiento de la autonomía y de la igualdad - y las oportunidades reales para las mujeres. El sistema de discriminación y dominio acaba erosionando las libertades, afectando incluso a algunos derechos fundamentales, como es el derecho a la salud. En fin, casi treinta años después de las primeras formulaciones de la ética del cuidado, es posible constatar que los intereses de la bioética se han ampliado de forma apreciable, en una dirección cívica, más social y política” (López de la Vieja : 2014).
La perspectiva de género en la bioética aporta una mirada sobre las distintas formas de poder, de subordinación, opresión, antes aún de preguntarse si determinadas decisiones o acciones son buenas o malas; y hace foco en los contextos culturales, sociales y económicos, extendiendo la vista al mundo en su conjunto, y no considera oportuno aproximarse a las distintas temáticas en abstracto, más allá de las personas implicadas y prescindiendo del sistema económico en el que las personas viven. Este enfoque, no sólo se centra en los problemas que conciernen a la salud de las mujeres y disidencias sexuales, sino en todas las situaciones de vulnerabilidad e injusticia que además las connotaciones de género producen opresión, discriminación y exclusiones, en tanto considera que los dilemas morales sobre cómo vivir y cómo morir donde interviene un equipo de salud, un profesional de la salud o la industria farmacéutica no pueden ser reflexionados independientemente de los fenómenos económicos, políticos, religiosos, culturales y de poder que los rodean.
Hace ya algunas décadas, Luna y Salles señalaban que existían “problemas sexies” y “problemas aburridos” (Luna : 1996) dentro de la bioética. Con ello intentaban significar que temas como la reproducción humanamente asistida, los embriones, el genoma, el suicidio asistido, la clonación o la eutanasia eran problemas que despertaban grandes intereses teóricos y fructíferas discusiones globales. Estos “problemas sexies” reciben la atención de la prensa, aparecen en grandes titulares, tienen un panel asegurado en cada Congreso Internacional y por sus constantes redescubrimientos, seducen a la crítica, sea para el elogio o la reprobación. No sucede lo mismo con los “problemas aburridos” donde al ser planteos comunes que se presentan a diario, como es la falta de camas, la importancia de la documentación clínica o recursos para atender a una persona, o un médico que engaña y no da el diagnóstico a su paciente no llaman la atención, aburren. Pareciera que son comunes e inevitables, y por lo mismo, pareciera que suscitan escaso interés.
La situación de Pandemia del COVID 19 no sólo ha renovado el interés por esa clasificación, sino que también la ha dotado de mayores complejidades y ha vuelto seductores problemas que parecían no serlo. Es usual discutir hoy en día el principio de justicia respecto de la adjudicación de respiradores, los beneficios de construir redes de cuidado para adultos mayores, el impacto de las cargas del cuidado colocadas preferentemente en las espaldas de las mujeres, potencialidades de las medidas de aislamiento y bioseguridad en poblaciones vulnerables, criterios éticos para la participación en ensayos clínicos de las vacunas o el cierre de brechas que promueve la telemedicina. Todas cuestiones éticas vinculadas al buen funcionamiento del sistema de salud y llamadas a unificar criterios para una mejor relación sanitaria que permanecía opacada frente las candilejas de dilemas propios de los adelantos científicos y tecnológicos. Sin embargo, antes de la explosión de la pandemia, desde la bioética feminista ya se alertaba la importancia que revestía la relación sanitaria como espacio que media entre el derecho a decidir y la salud.
La vieja relación “médico-paciente”, hoy entendida de forma inter y multidisciplinaria como relación sanitaria, se erige en un tamiz biomédico de la autonomía y en un escenario de decisiones libres o decisiones forzadas, según el grado de vigencia que la bioética tenga en las conductas del personal sanitario que garantiza el acceso a la salud. La perspectiva de género informa la mirada de esta relación como asimétrica en términos de poder en tanto el personal de la salud -como sujeto supuesto de saber- se considera a sí mismx y es considerado por otrxs, en mejores condiciones que su paciente para la toma de decisiones sanitarias. Esta desigualdad estructural se profundiza en razón del género, de la orientación sexual, de alguna discapacidad, de la condición de migrante, de las barreras idiomáticas derivadas de la pertenencia a una etnia determinada, de la edad, del nivel educativo alcanzado, de la posición socioeconómica y de otras tantas opresiones que pueden superponerse en cada paciente para favorecer un modelo médico-hegemónico en la atención clínica que, lejos de fomentar la agencia moral de las personas, retroalimenta el paternalismo biomédico y consolida la subordinación.
Cualquier análisis ético sobre esta relación sanitaria entonces, si cuenta con perspectiva de género habrá de obligar a computar esa desigualdad y a reconocerla como tal, para poder propiciar una mejor circulación de información que sea eficaz en dos sentidos: primero, para incrementar las competencias de cada paciente y fortalecer así su autonomía; y segundo, para redistribuir ese poder inequitativamente predispuesto.
Es por ello, que no hay problemas “aburridos” cuando en bioética y género se piensa, dado que en general la atención clínica que sirve de marco a decisiones que vinculan salud y reproducción o salud y cuerpos sexuados, y ambos a su vez encadenados con con autonomía, encuentran para lxs profesionales de la salud muchos más dilemas que para lxs pacientes.
De allí, y en el afán de visibilizar que la relación sanitaria es asimétrica en términos de poder y que esa asimetría no corresponde sea profundizada con dilemas morales existentes sólo en el imaginario personal del personal de la salud, debe pensarse que para un análisis cabal de la corrección o incorrección moral de algunas decisiones de vida o de muerte, de algunos cursos de acción terapéutica, de algunas investigaciones clínicas o de la validez y vigencia del mismo concepto de “vulnerabilidad” que proyecta indebidamente falta de competencia, discapacidad o incapacidad, resulta imperativo el enfoque de una bioética laica, intercultural, interdisciplinaria y feminista para asegurar un marco de justicia reproductiva donde la autonomía y la libertad puedan ser mucho más que derechos para teorizar.
Una bioética laica implica un punto de vista respetuoso pero crítico de las religiones como única fuente de legitimación de los valores. La laicidad es un compromiso político con la democracia y el pluralismo cultural que no se agota en la tolerancia, sino el respeto real de la libertad de todas las personas para diseñar su plan de vida por fuera de todo perfeccionismo, sea secular o religioso.
Una bioética intercultural obliga a considerar a las usuarias y usuarios en sus propios contextos, con sus propias experiencias y sus propios sentires, reconociendo también la colonialidad con que se han subtitulado muchas vidas y la importancia de recuperar en ellas, otras miradas que importan. Y quizás la histórica desventaja del Sur, siempre asediado por los conservadurismos religiosos pueda ahora enseñar cómo resistir estos embates en el Norte, donde aires fundamentalistas hacen crujir consensos que parecían intocables.
Una bioética interdisciplinaria es aquella que habilita diálogos honestos entre las humanidades y las ciencias para profundizar libertades, nunca desigualdades. La salud como derecho humano precisa principios que tomen nota de las diferencias reales que provocan la pobreza, el racismo y el colonialismo en la distribución de los bienes y el acceso a los recursos para que la interseccionalidad en el diseño de las políticas públicas sea un imperativo, no solamente un enfoque.
Una bioética feminista permitirá alejar la resolución de dilemas morales de la neutralidad de las construcciones teóricas del principio de autonomía, históricamente apoyado en libertades negadas a las mujeres y disidencias sexuales; y razonado sin perspectiva de género en base a un sujeto universal masculino blanco, de clase media, propietario, profesional, heterosexual, sin restricciones en sus capacidades y preferentemente, religioso. Porque no hay autonomía posible si omitimos computar que el orden social sexual que nos organiza jerárquicamente como sociedades en Occidente y Oriente, en el Norte y en el Sur, es Patriarcal y se retroalimenta con auxilio de la economía, la política, el derecho, los saberes biomédicos, la religión y la cultura.
Pensar hoy en bioética significa reflexionar críticamente los contextos que connotan los dilemas morales propios de algunas decisiones relacionadas con la atención de la salud, pero reconociendo siempre la centralidad de la autonomía de lxs pacientes por sobre la beneficencia del criterio médico. Y reflexionar de forma feminista sobre las posibilidades ciertas de auto-gobierno de las personas exige a todxs lxs operadores del derecho a la salud despojarse de toda verdad revelada que pueda ser funcional a hegemonías sanitarias indicativas de un régimen patriarcal que homogeneiza, deshumaniza y preconcibe planes de vida más autorizados que otros en base a decisiones mayoritarias que no siempre son democráticas, y que pocas veces resultan saludables.
Soledad Deza
Bibliografía
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LÓPEZ DE LA VIEJA, M. T. (2014), Rev. Dilemata, Año 6, Nº 15, p. 143-152, Univ. Salamanca.
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REICH, WT (1978), Encyclopedie of Bioethics. New York: Free Press-MacMillan.
Soledad Deza. Abogada feminista (Universidad Nacional de Tucumán). Magíster en Género y Políticas (Flacso). Presidenta de Mujeres x Mujeres. Profesora y miembro del Comité Académico del Observatorio de Género y Diversidad (UNT). Directora del Proyecto de Investigación Judicialización Conservadora de la Soberanía Sexual (PIUNT 2020-2022). Premio Servicio a Otros de la International Association of Bioethics 2020.